Una rosa como el corazón.

Una rosa como el corazón.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Aicneics Nocni/Imedaicneics Noc.

Existe un lugar, fuera de este infierno, en el que me encuentro habitualmente. Es un buen lugar para tomar un café –suponiendo que no es veneno lo que estoy bebiendo- y que no muchas personas pueden entrar, porque, en realidad, solo es una habitación de cuatro muros -dieciséis paredes a la derecha, quince a la izquierda; un techo de diecisiete vidrios, y un único suelo de hielo. 

No existen líneas rectas, solo paralelos y curvas negras, ventanas amarillas con tonos rojos destellantes y una luz azul muy carismática chocando contra mi cara. Veo los colores, girando constantemente, cambiando sin motivo, buscando una salida, pero no hay ninguna en este lugar. Los sonidos se mueven al igual que los colores, como una orquesta sonora sin sentido, inverosímil, irregular y distorsionada. Cada color gira desacuerdo a la simetría del lugar, de todas las ventanas y paredes, como un paraíso alternativo o un cielo figurado. Es un lugar de paz -un lugar en el que bien pudiese haber entrado alguien más- pero, demasiado pequeño. Estructurado perfectamente, condicionado a un solo patrón de inclinación, no tiene salidas ni entradas, solo ventanas selladas, y si bien puedes entrar sin saberlo, no puedes salir sin desearlo, como quebrar un espejo o tragar un océano, entrando sin salir, saliendo sin estar, estando si entrar.

No lo comprendo, en realidad. No comprendo cuando sucedió o cómo lo lograron, pero todo dejó de girar. Los brillos destellantes se volvieron blancos y rojos, borrando los azules de la habitación, dejando solo tres colores. Rojo, negro y blanco. Negro, blanco y rojo. Una simetría perfecta se tornó en un millón de pedazos, destruyendo dieciséis paredes y cayendo sobre un solo suelo. Los vidrios reflejan mi rostro, cada uno de ellos, un rostro decaído por el momento, sonriendo con sarcasmo y burlándose de lo que reflejan, cada uno sobre mi pecho, rompiendo lo que hay dentro de él pero no de manera literal, porque los pedazos quedan suspendidos sobre el aire, sobre la nada que me rodea, y sobre el todo que no está aquí. Mientras tanto, observo cómo se reduce a mí alrededor, y quince paredes caen sobre mí, reduciéndome a un cuarto donde solo veo diecisiete vidrios, aún completos, girando sobre mí con destellos negros y rojos, rojos como sangre, y negros como tumbas. Pero ese rojo que cae sobre mí, no es solo un destello -como debería ser-, porque lo siento sobre mis piernas, sobre mis dedos y mis ojos. Y duele, duele mucho. La paz se mantiene en la habitación, pero debe permanecer el dolor. El techo continúa –o continuó- girando, cada vez, con más lentitud, decayendo en los mismos tres colores, sin un verdadero motivo aparente (Rojo, negro, blanco. Blanco, negro, rojo).
Sobre mi brazo izquierdo están aun las demás paredes, cada una como un destello carmesí. El color blanco está desapareciendo, y la habitación, con rapidez, se reduce hasta contraer mi cuerpo, obligándome a tomar una posición fetal. El dolor debe continuar, continuar hasta poder descubrir la perfección que lo envuelve. El techo continúa girando, pero cada vez con lentitud. El sonido chillante de la orquesta descontrolada revienta mis oídos, explotando parte de mi cabeza, y sin embargo, manteniéndome completo en un solo punto, en un solo suelo de hielo con olor a mis víctimas. No puedo estar tranquilo en un lugar así, y trato de salir, pero no me alcanzan las fuerzas para romper el techo. El color blanco ya ha desaparecido, y solo queda el negro y el rojo, bailando una extraña canción en mis pupilas, destellando en oscuridad, destruyendo el buen recuerdo de paz en este lugar. El café cae sobre el suelo. La tasa se quiebra y el liquido -como algo corrosivo- destruye la única base de la habitación, el suelo de hielo, y me hace caer hasta lo que cualquiera llamaría una realidad alternativa, en donde me doy cuenta, que todo lo que construí se perdió por una causa absurda, una que no valió la pena al final, y que si bien mató la simetría de una obra, los destellos negros desaparecieron junto con la utopía. 

No hay más colores ni destellos sobre mis ojos, solo el rojo de mi propia sangre cayendo sobre mis pies. Mi mano acompaña la tasa, y mi cuerpo, decayendo con lentitud, observa con resentimiento el veneno esparcido sobre el suelo –que bien pudo haber sido, un excelente café.

No hay comentarios: